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En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, se cuenta la historia de Alonso Quijano, un hombre de alrededor de unos cincuenta años, flaco, madrugador y amigo de la caza, que vivía en su hacienda con un ama de llaves de unos cuarenta años y su sobrina que no llegaba a los veinte. En sus ratos de ocio gozaba leyendo cuentos de caballería, tenía una biblioteca con más de 300 libros, vendió parte de sus tierras para comprar más y este hobbie lo llevó a tal punto que olvidó la administración de su hacienda. Por poco dormir y tanta lectura este hombre perdió la cordura, limpió una armadura que era de sus bisabuelos y decidió convertirse en caballero andante.
Ocho días más le tomó pensar en su propio nombre hasta que finalmente escogió ‘Don Quijote de la Mancha’, que a su parecer hacía honor a su linaje y patria. También porque se inspiró en su libro favorito ‘El Amadís de Gaula’.
Un par de arrieros fueron a darle de beber a sus yeguas a la caballeriza y ‘Don Quijote’ confundiéndolos con amenazantes y ‘atrevidos caballeros’, se encomendó a su señora Dulcinea para esta primera batalla y los golpeó con su lanza defendiendo sus armas. Los arrieros enfadados le lanzaron piedras y hubo tanto alboroto que salieron todos los que en la posada se encontraban. Tanto fue el escándalo, que llegó el dueño de la posada, advirtiéndole a todos que lo dejarán tranquilo, que ese hombre estaba loco. Hizo que los castigaba como era debido, por faltarle al respeto a tan distinguido caballero.
A sus ojos el lugar era un castillo con sus cuatro torres y capiteles de plata. En su mente hasta escuchaba la trompeta que anunciaba su llegada. Y en la puerta -a sus ojos- se encontraban dos hermosas doncellas que, primero se rieron por su forma extraña de hablar, pero luego lo atendieron. El propietario de la posada salió a recibirlo, al verlo en esa armadura -supuso que estaba loco-, le ofreció hospedaje y comida a él y a Rocinante.
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